Cuando era niña usaba esta bandeja del revés para apoyarme a la hora de dibujar. Cuando mi prima Elisa venía a domir a casa, cenaba en esta bandeja. No sé dónde acabará. No sé dónde acabaremos.
Carmen no usa anillos ni adornos, pero guarda en el bolso este anillo que le hice con una piedra de la playa de los eucaliptos de los Baños del Carmen. Cayeron los bungalows, caerá el balneario, pero ella nunca.
No son chilenos, pero son del siglo 17 y algo de historia ya escriben con sólo mirarlos. Están en el Museo Naval de Madrid y no me dejaron traerme ni uno. Con todos los que tenían.
Para ser una piedra no demasiado grande, pesaba mucho. O será que esa noche nos pesaba todo en aquel cementerio. Se la puse en la mano para que se sintiera algo más acompañado, porque las piedras acompañan. Y cuando la muerte anda cerca, más.
De la orilla a mi bolsillo, del bolsillo a la boca (como hubiera hecho Molloy), y de la boca hacia tierra adentro en un sobre aculchado que además contenía cacahuetes con sésamo, creo recordar.
El poeta Blanco me trajo tres chapas de Dublín. El poeta Casado me puso en la mano tres piedras de la tumba de Beckett. Una está guardada, con otra me hice un colgante, la tercera viajó al norte custodiada por Joyce.